Reducido a la escribitud

¿Dónde están las sangrías?

DUELO E INQUIETUD EN JUAN

Juan y Bartolo, inmóviles, se miran a los ojos, cada uno en cada extremo del sofá. El momento se estira y tensa. Juan claudica, busca con una mano el mando y dirige la atención a la tele. Pretende ahuyentar el pavor que una idea súbita le ha instalado: se ha planteado que la realidad, íntegra, podría ser producto de la imaginación de Bartolo. Bartolo se pasa una pata por la lengua, dos veces; luego la desliza por detrás de la oreja hasta el hocico, empujando los bigotes; se arrebuja en su rincón del sofá, la mirada sombría, extraviada en la biblioteca.


Este texto forma parte de Turismo. Hoy es Sant Jordi, y por aquí hace tiempo que no sucede nada; así que, a falta de algo original, va mi refrito. 

TURISMO

Estimados:

Turismo es una colección de relatos que he escrito. Está disponible para descarga desde el enlace que pego a continuación:

http://turismorelatos.wordpress.com/

Antes del texto de presentación está el vínculo para la descarga en PDF.

Abrazos,
Julio

DIOSES Y CEREMONIAS

Más temibles y severos que demonios. Los hay que blanden mazas, o incluso rayos. Los dioses que los hombres inventan son, generalmente, implacables. Si niegan el perdón lo hacen para siempre, porque se tutean con la eternidad como los hombres con monedas. Sus creadores les insuflan sus miedos e incógnitas, los hinchan de angustias hasta volverlos enormes, exigentes y de formas amenazadoras. Por eso, no extraña que quienes los nacieron se postren ante ellos, o se avengan a sus caprichos.

Yo, en cambio, le ofrezco una ceremonia en muchos casos improvisada pero siempre discreta, continua o, precisamente por ello, ninguna. Cada día cuando regreso del trabajo, por ejemplo, ya desde la escalera, percibo sonidos de revuelo, uno que podría haber comenzado mucho antes de que yo advierta en ellos saltos y jolgorio; al abrir la puerta me topo con él, peludo, mullido, que me espera, que no deja de chillar hasta que me avengo al abrazo; enseguida busco una galleta, se la arrojo, la atrapa en el aire. Luego, cada uno a lo de cada uno; él se tumba y duerme, o me observa mientras leo o cocino; el rito continúa creándose, fluyendo con la naturalidad de una corriente, y nosotros nos dejamos ir en él, en la placidez y en el silencio.

PARTIDAS Y LLEGADAS

Ambos grupos permanecieron quietos, bien diferenciados, uno a cada lado del hueco en la tierra, hasta que la garganta blanca del hombre de negro concluyó su sermón:  «…pues polvo eres y al polvo volverás».

Un grupo, el de los circunspectos, sólidos, se dispersa arrastrando congojas hacia sus coches. Pronto se habrán ido. Rompe la inercia el otro, cerrándose: las siluetas se mueven leves pero con brío; en corro, sin orden, buscan al recién llegado. Hay palmadas, algún abrazo. «Bienvenido», dicen varios; «Venga, hombre, cambia esa cara», suelta otro, mientras inician la marcha. Caminan en línea recta entre hierbajos, internándose en el predio. Algunos bromean y ríen a costa del bautizado, que se deja guiar por la pandilla, cabizbajo, las manos en los bolsillos. Con aire ausente, intenta patear los pedruscos, un hábito viejo que la costumbre extinguirá. Atraviesan cruces y árboles, la distancia va escondiéndolos. Se desvanecen contra la tarde que cae.

DOBLE VIDA

Es un tugurio repulsivo. Huele a humo, al perfume de putas melindrosas, sudor ácido de todos esos hombres toscos y salidos, a humedad y a añejos vómitos de borracho. Gritos, golpes, murmullos dulzones, eructos, ecos de gentes que ya ni están allí. Es un lugar que odiaría.

Cada día salgo de la oficina, conduzco a casa, aparco, saludo al portero que me da el correo de camino al ascensor. Del ascensor al vestíbulo, tiro las llaves y los sobres sobre la mesita de paso al pasillo, paso a paso el pasillo, izquierda, atravieso mi dormitorio hasta el vestidor. Me observo en el espejo de pies a cabeza y me aflojo la corbata. Sin dejar de mirarme en él, tomo impulso y, de una zancada, como si saltara un charco, me zambullo en el espejo, zigzagueo entre mesas, putas y borrachos hasta la barra. Pido y bebo un whisky tras otro hasta perder el sentido… mi cama hiede a alcohol transpirado cuando despierto, arrastro la resaca que soy yo que peso como un muerto. Es repugnante y no puedo evitarlo, debo romper ese espejo. Mañana.

NO HABER SIDO

Carlos se da prisa por salir del baño, una mano todavía en la cremallera, pues ha recordado que no han incluido el atún en la lista de la compra. Abre la puerta y la cruza en un movimiento, grita «¡Eva, atún!», y va buscándola por el pasillo. Pero Eva ya ha salido, y sobre todo su casa se parece poco a su casa. La recorre atropelladamente descubriendo muebles, cortinas, alfombras, cuadros desconocidos, incluso discos de Bee Gees y Demis Roussos. Inevitablemente regresa al baño para encontrar, no más de un minuto después de salir de él, otro espejo, azulejos, toallas, en general todo bastante pastel y tremebundo. El impulso es correr al dormitorio y buscar una foto en un portarretratos sobre la mesilla de noche. La cama es pastel, y es Eva en una foto en otro portarretratos. Eva junto a Lucas, el de gerencia, y una niña en edad escolar, abrazadísimos, sonrientísimos los tres. La reacción es arrojarlo, pero su manotazo rabioso no mueve ni aire, y sólo entonces se da cuenta de que sus pasos ya no hacen ruido, ni su respiración.

 

Este textillo también fue incluido en la antología Microrrelatos en el Patio.

ERRORES EN CORREOS

Solamente cuando el cartero se ha ido reparas en que el sobre lleva impreso tu nombre, tus apellidos, pero una dirección que no es la tuya. Y no hay remitente.

Abres el sobre, lees; la única línea en la esquela dice: “Espero haya sido una buena vida”. La fecha en el matasellos indica un día dentro de tres años.

 

Este textillo fue incluido en la antología Microrrelatos en el Patio.

TEN CUIDADO CON LO QUE DESEAS

El caso es que la copa se le escurrió de entre los dedos, los ángulos tallados en el cristal escupiendo destellos contra la luz. Únicamente deseó, y deseó únicamente, durante el instante, por puro instinto, por absurdo que fuese, que la copa no se rompiera.

De pronto el tiempo se volvía tan lento que parecía tangible: los destellos se alargaban en hilos tras rebotar la luz contra el cristal, haces que se tejían suspendidos en su aire mientras vislumbraba detrás, como desde una borrachera, en una estela, la línea vertical que seguía la copa en su descenso. El peso de la copa empujaba y se abría paso a través de la mullida pachorra del tiempo, hasta que finalmente el cristal golpeó el suelo; se oyó un sonido breve, agudo, que fue apagándose, adherido al instante que a regañadientes iba quedando atrás.

El transcurso aún le parecía lentísimo cuando las grietas comenzaron a abrirse, contagiosas, mientras contemplaba cómo el suelo iba rajándose hasta volverse añicos, desde y bajo la copa intacta. De inmediato sintió el volumen de su cuerpo ceder a la gravedad y hundirse en un horizonte súbitamente blando; se vio junto a las formas del cristal íntegras dentro del vacío nuevo, interminable y opaco, en el comienzo de la interminable caída, hacia el interminable esfuerzo por evitar el deseo de romper la copa, de acabar con su odiosa interminable compañía; sintió el comienzo del interminable miedo a desear que la caída termine.

EJECUCIÓN DEFICIENTE

Ocurre al separar el pulgar y el índice antes de tiempo: la trayectoria de la piedra resulta casi vertical. En este caso, un lanzamiento mucho más alto y enérgico, tan imprevisto como sus consecuencias.

Un instante más tarde veía la superficie enorme cuartearse como una telaraña; veía a cada añico volverse un pájaro azul; a la bandada cayendo, no sobre el mar o la playa, sino detrás del horizonte; una gravedad inesperada, una imagen extraña. La idea de que podría haber sido el mar y la playa y nosotros lo que ha estado detrás, me tocó de paso, como un transeúnte, y siguió.

Tras la sorpresa, el espanto. Y la culpa. Van a reprochármelo. «¿Cómo has podido?»; «¿Qué vamos a hacer sin cielo?», me preguntarán. Es terrible, realmente. Balbucearé o me quedaré mudo, no sabré qué responderles.

AERO?UERTO

El tránsito pudo haber durado el pasado íntegro, o el parpadeo al que se obligó y que lo depositaba allí desde lo oscuro.

Se descubrió de pie, la mirada al frente, adivinó siluetas de aviones varados en tierra, en el tiempo varado, en la noche blindada, pintada en cristaleras que, le pareció, no tuvieran fin.

Rebuscó hasta encontrar un vestigio de resignación para dar un paso; caminó, paralelo a las cintas detenidas; baldosones reflejaban lo exánime, chirriaban bajo sus pasos con eco que devolvía ausencias y clausura, como reproches de la inmovilidad perturbada. Inauguraba la asfixia, comenzaba a pesarle el hermetismo guardado por puertas definitivamente cerradas a un exterior suspendido, devenido noción, apenas. Trazando una línea frente a persianas que esconden tiendas, máquinas que no volverán a funcionar, completó su caída desde el decurso hacia un ahora que no dejará de serlo.

Está sentado en cualquier hilera de sillas plásticas, las manos abandonadas sobre el regazo, el torso erguido; reclinando la cabeza ha cerrado otra vez los ojos, ya no con la esperanza de dormir, o de no despertar, sino con la modesta voluntad de empezar a hacer las paces con esta forma de estar muerto, una entre infinitas posibles, la que le ha tocado. «Pudo ser peor», se consuela.

Había escrito este relato para el concurso de Underbrain. Es la primera vez que envío un relato a un concurso. No lo eligieron. No es que tuviera muchas expectativas, pero me hubiese hecho bastante gracia. Los relatos seleccionados formarán parte de una antología y serán ilustrados por un artista gráfico llamado Javi de Castro. 

100% AGUA

No existen conjuros antiguos, quizás ni siquiera conjuros, sino sucesos que sobrevienen a circunstancias precisas, coordenadas exactas, combinaciones reactivas. Cada vez, por primera vez. En presente.

El vagón salpicado por ráfagas de luces que desde el exterior alteran otra luz, una enfermiza, constante, de focos que escupen en todas direcciones lo amarillento del abandono, y bañan el interior que huele a humedad, a sudores viejos, al tránsito de personas ausentes. Figuras proyectadas por los haces que atraviesan los cristales y se deslizan sobre los rostros de los dos únicos pasajeros, ambos adormilados, dóciles a la hamaca del vaivén. Ellos se ignoran mutuamente, aislados cada uno en un extremo del vagón, evitando el embarazo de la intimidad en el encierro, las miradas colgándose en las paredes, sólo por no caer. Así, cuatro ojos pasean su apatía por grafitis, se detienen sin motivo en los anuncios. Mientras tanto, la inercia agita retazos de recuerdos: evocaciones y vaguedades enhebran hilos caprichosos, cruzan como cometas el sopor de cada uno del par de habitantes del vagón.

No en los grafitis, o en los anuncios. No pudo ser leída en lo marchito de la luz, o en la mugre de dedos marcados sobre las superficies plásticas, de suelas sobre la cuerina de las butacas, en el pringue en la goma del suelo, el pringue donde se mire, en los burletes de cristales turbios; el entorno es desabrido y nada en él la ha evocado; el encierro se contagia con cada respiración, nada la ha invitado a entrar por las miradas flojas del par de pasajeros. Simple, improbablemente y desde dentro, la palabra «deseo» se ha posado al mismo tiempo en los pensamientos de cada uno en su extremo del vagón porque sí, o porque el capricho es el corazón que irriga al deseo. La simultaneidad ha sido exacta como si el divagar de los extraños, durante el instante, hubiese sido uno.

Dos pasajeros, un vagón y cinco letras coincidiendo en un residuo de tiempo, aparentemente, han bastado: un cerrojo espontáneo acaba de comenzar a existir, sólo para abrirse, como una estrella, o como la célebre primera célula. Ellos ignoran el conjuro que se les revela, que se revela a sí mismo. Incluso, la sincronía que lo desencadena, involuntaria, les es ajena. «Deseo» se les ha clavado como una sola y perdida bala en la flaccidez de sus ánimos: la consecuencia bien pudo haber sido un pasaje secreto, abriéndose; o un amor anhelado inflamando de pronto a  un sorprendido alguien, en cualquier sitio. Tal vez algo, o todo eso, ocurre a causa de dos desconocidos en los extremos de un vagón y de un pensamiento coincidente; quizás alguien ensaya una explicación más plausible.

Pero los pasajeros no pueden deducir causas ni interpretar consecuencias mientras son atropellados, sin solución de continuidad, por lo desencadenado: las ventanillas son ahora oscuras y convexas como los ojos de un cuervo; el espacio se va colmando de manos de aire que brotan y se multiplican y les acarician los cuerpos, los cuerpos se estremecen con el éxtasis que los inunda, los calienta, humedece, y la piel, ojos y uñas, luego la carne, las vísceras y los huesos, se evaporan a medida que son rozados por ellas. Cada espacio de cuerpo acariciado, abrasado por las manos del aire, va volviéndose a su vez aire vivo; cada uno en cada extremo del vagón se inflama de placer, se desborda, exuda vapor; van desprendiéndose y alejándose de sus cuerpos en el vapor como estampidas de fantasmas, caldeando el espacio contenido y blindado por las paredes, puertas, ventanillas. Los dedos del deseo fuman los cuerpos y los exhalan para que se difundan hasta empañar los ojos del cuervo, el exterior azabache y mirón, asomado, colmando los cristales. Pronto, tan sincronizados como el instante que los empujó en este tobogán imposible, impensable, están dejando escapar el último manojo de células hacia una voluta de éxtasis, final, tibia, ligera. El deseo, consumido, no ha dejado ni su ausencia. El par de extraños del vagón se ha fundido, ahora son uno, suspendido, amorfo, uno solo en el vaho envasado en la noche que acaba de caer en un vagón detenido en ningún lugar.

Podría decirse una muerte dulce. Pero la oscuridad ha encallado en las ventanas y se proyecta dentro, convexa, opresiva, negrísima como la mirada de un cuervo. La inmovilidad es evidente en el vaivén que, no advirtieron cuándo, ha cesado; es evidente en el silencio; es evidente, sobre todo, en el estupor de los condenados del vagón, que no se avienen ni al éter que ahora son, o que habitan, ni a la mudez y a la ceguera que, enseguida, han entendido irrompible. Los condenados del vagón lloran aire, rabian aire, al percibir que el tiempo se ha estancado con ellos.

Desesperadamente mudo y extraño y nuevo, a oscuras, un sólo olvidado náufrago, flotando en su purgatorio particular.

CON NOCTURNIDAD Y ALEVOSÍA

Analizado, se trata más de hábito que de necesidad; como el café o el cigarrillo después de cenar. Es persistente, compele como una comezón. Por eso salgo.

Calles penumbrosas, despobladas. Transeúntes solitarios. No llegan ni a sorprenderse; siento su peso ceder, de espaldas hacia mi pecho; acojo los cuerpos en mis brazos, los vacío. Para entonces, apenas si habrán alcanzado a percibir, por un instante, una presión, como aguijones, el milímetro del vértice de mis dientes, acaso mi aliento. Luego, ya ni están allí.

La saciedad dura nada; de inmediato, o casi, me sobreviene otra vez la sensación: es como el deseo del café o el cigarrillo después de cenar. Y así, toda la noche.

DEUS EX MACHINA

Hay un elefante en mi baño. Fue Ricardo. Sabe que los odio. Y sabe que odio a los hipocampos.

Te preguntarás cómo llegó allí: Ricardo respondería «Deus ex Machina», tajante y rebuscado como es. Yo tampoco sé muy bien qué es eso pero a él le gusta decirlo. Según me explicó una vez, Deus ex Machina significa un mal final, o uno tosco, o algo así. Como esta historia.

Mejor te lo explico yo.

Podría haber vaciado sus cajones, hecho la maleta, escrito una nota diciendo que fui importante para él, que las cosas cambian, que sea feliz, que me recordará siempre. Podría haberla dejado pegada con un imán en la nevera y salido dejándome el aire impregnado de su fragancia. Yo habría llegado y leído la carta, el perfume embriagándome. Luego un ceremonioso, triste, solitario y final brindis por Ricardo, un sorbo de Chianti bien coreografiado con dos lágrimas bajando por mi mejilla derecha,siemprestarásenmíRichard y ya, a otra cosa mariposa. Pero esto. Un horripilante bicho con una trompa desproporcionada, orejas desproporcionadas, cola desproporcionadamente pequeña, dientudo como ninguna otra criatura de la naturaleza. Todo eso que todos saben pero que pareciera nadie más que yo es capaz de apreciar en toda su desagradable dimensión; quizás porque solamente yo tengo un elefante en mi baño.

Fue su despedida, o eso cree, porque esto no se va a quedar así. Y, obviamente, el infame paquidermo no se va a quedar allí. Pienso que citaré a Ricardo. Sí, eso haré. Esperaré a que esté en el portal y entonces, desde el balcón, dejaré caer el elefante encima de él. Está plenamente justificado, creo yo. Haré que parezca un accidente.

Ricardo sabe irritarme. Sabe que aborrezco a los elefantes, las focas, los hipocampos y en general a cualquier horripilante bestezuela de cristal que diga «Recuerdo de alguna parte»; Torremolinos, suponte. Y mucho más si lleva un termómetro adherido y está en el estante de mi baño.

FELIZ CUMPLEAÑOS

El mejor regalo de cumpleaños posible saliendo, inmediatamente al abrir la puerta, en el rellano. Hace falta ser alguien desesperado para, encontrado un guante y un tubo como de bronceador allí, sin una inscripción, sin fecha de vencimiento, volver a entrar a casa, abrirlo, untar un dedo. Continuar al comprobar que el dedo ya no es o ahora es translúcido, que el cuerpo desaparece bajo el guante y el ungüento, poco a poco hasta cubrirlo entero. Hace falta odiar los cumpleaños.

¿QUIÉN FABRICA LOS SUEÑOS?

Augusto Torres se ha mudado a la casa de un muerto en un pueblo muerto. Dentro de un mueble, en el desván, ha encontrado una caja pequeña y, allí, el ojo del fabricante de los sueños. Lo ha tomado entre dos dedos por un instante, ha conocido todos los sueños de todos los hombres; recuerda los sueños que has tenido, los que tendrás, los que no llegues a soñar. Desde entonces son un enjambre que hierve dentro de él. Ahora quiere no estar dormido, quisiera no estar despierto.

Copula con todas las mujeres y los hombres hermosos. Es ellos, también. Un cerdo le susurra al oído, bocado a bocado, cómo va a devorarlo; desea cerrar los ojos, ensordecer, pero sólo consigue yacer inmóvil y mudo. Sube al metro en una parada de autobús. Espera un autobús. Es, completamente azul, un retazo de cielo. Él y un insecto, en un cuarto desierto y blanco, durante la eternidad. Una multitud de niños lo miran a los ojos mientras los degüella, uno a uno. Y todos los sueños.

Identifica tu mayor temor, tus anhelos improbables, multiplícalos por el horror puro y un placer sutil que no haya sido experimentado: Augusto Torres conoce el resultado de esa ecuación.

En el desván de la casa de un muerto de un pueblo muerto, lo último que hará Augusto Torres será soñar un sueño breve: soñará que lo último que hará será soñar un sueño breve, en el desván de una casa en un pueblo muerto.

CUARENTA Y CUATRO CARACTERES

Tac: arrea las letras pausadamente hacia la última frase, que no será “Fin”. Tac. Las manos se alejan del teclado, por un momento; estira el tiempo, la palabra.

Tac.

Vuelve a pensarlo, respira. Lentamente el dedo cae, ¿tac? Sí.

Tac. Un sorbo. El sabor del vino. Una duda. Tac, otra tecla, el monitor que ilumina el cuarto.

Tac. La noche en que se apaga. Tac. Esta noche se apaga, piensa. Piensa. Tac.

Recuerda. La boca de Irene riendo, enorme, a Groucho Marx; una duda. No volverá: tac. El abrazo de algún amigo. De Juan, por ejemplo. Respira. Una duda; pero luego, tac.

Tac. Levanta los dedos, y la mirada. La noche en la ventana. Respira y un hilo de aire se escurre dentro del pecho, a duras penas.

Tac.

El tac llegado de, y cayendo hacia páginas vacías, páginas llenas de vacío, tac. Dedos de escritor, vacíos. Tac. Y los días.

Tac, los ojos a los lomos de los libros en la biblioteca, tac, en la penumbra, oye los libros, clacs como una granizada torrencial. Tac, e imagina clacs de una Underwood bajo los dedos de Dylan Thomas, tan llenos siempre. Tac. Tac.

Tac, la noche y él se miran breve, fríamente, la noche escucha otro tac que gotea sobre el teclado y el hastío, él imagina la noche y Thomas, tac, tan dignos; tac; Irene tac no volverá, tac, el tiempo tac no volverá, ni tac los amigos, tac las páginas tac en tac blanco tac las páginas tac tan tac llenas de tactac tanta tactactac nada tactactac y tac, cuarenta y cuatro, punto, la mano se desliza a la derecha y conduce hasta un ruido seco que alcanza a escuchar como una sospecha, porque él se apaga.

 

La noche.

La luz del monitor: “Cúlpese al aburrimiento y a una bala de 22.”

GINEBRA DE VISITANTE

Y sí, claro, tuve que tomarme un par, ¿qué iba a hacer? Se ponen ciegos, no paran.  Luego ríen, orinan, vomitan y hacen estupideces. Y esto no es, ni de lejos, lo peor. Están loquísimos, muy jodidos. Yo ya avisé, no vuelvo más a ese planeta, para la próxima misión que envíen a otro.

PICNIC

Francisco Aguirre, profesor de literatura y gran cuenta-cuentos, se ha puesto en pie, altísimo como es, ocupando el estrecho espacio del pasillo. Apenas ha comenzado a introducir el relato de lo que está por suceder, cuando una azafata le ha solicitado que se coloque unos tres pasos más atrás, de forma tal que los pasajeros de clase ejecutiva también puedan escucharlo. Sin interrumpir la narración ha mirado de reojo, a duras penas ha dejado paso a piloto y copiloto que han salido de la cabina y, tras pedirle permiso para pasar, se han acomodado expectantes en el espacio ocupado por las azafatas.

Sigue el profesor Aguirre contando el cuento de lo que están por vivir, lo siguen todos inevitablemente embelesados. Que el avión se detiene, explica, en el aire, explica, y el avión se detiene, y se detiene en el aire, y etcétera. La escena recuerda a aquella del flautista y los ratones: el profesor va relatando, los demás ejecutan; las azafatas abren la puerta, se despliegan los toboganes, uno a uno van deslizándose, el personal de a bordo deja caer los sándwiches y las bebidas hasta que Aguirre, y luego el capitán, se unen al picnic. Es una nube grande, lo suficiente como para albergar cómodamente a todo el pasaje, bien desperdigados, con sus raciones. Todos encantados, pasan el rato estupendo que él les narra.

Cumpliendo el tiempo y los acontecimientos descritos en el relato, necesita levantar la voz un poco más de lo que le gusta para contar cómo regresan trepando por los toboganes, ayudando a los que lo requieren, que luego se acomodan respetando escrupulosamente los asientos originalmente asignados, se cierran las puertas, fin, “ojalá les haya gustado”. Luego cada uno a lo suyo, uno al baño, otro a la revista, esos dos a cambiarle el pañal al crío, y buen servicio le hacen al resto del pasaje porque ese niño apesta.

El aterrizaje se produce en el horario previsto, con buen clima y óptima visibilidad en el aeropuerto de destino, y así se hará constar en el manifiesto.

Mientras ayuda a su petiso compañero de asiento a retirar una chaqueta del compartimento superior, Francisco Aguirre piensa que el cuento es francamente malo, pero que vale la pena vivirlo.

VELATORIO

Mira a la madre, pobrecita, desconsolada está… no sé cómo se va a arreglar sin ella…

La ayudaremos entre todos los vecinos, supongo… ¿Has visto a Juan Carlos?

No, qué va, todavía está con la declaración y todo eso. Y no lo soltarán hasta mañana, imagino. Dicen que tuvieron que cogerlo entre cuatro para quitarle el hacha, no lo podían parar… yo lo entiendo, ¿qué quieres que te diga? Imagínate el cuadro que encontró, la impotencia… para colmo no llegó por un minuto… se pisó el cordón del zapato mientras corría… de jeta cayó…

—… y se demoró… sí, me lo han contado.

—… quedó un poco atontado. La nariz así, como una ciruela, según su hermano.

Lo que no entiendo es cómo es que ella no se dio cuenta.

Ahora dicen que solía ir por ese camino para pillarse algo de fumar… ya sabes lo que crece por ahí… pero qué no dirán ahora. Cómo decía mi finada madre, que en paz descanse: “pueblo chico, infierno grande”. Lo cierto es que ninguna ha salido muy avispada en esa familia; todo esto es muy triste, pero seamos sinceros. Además, anda que no son cada vez más listos los hijoputas…

Eso es verdad… como esto siga así acabaremos desconfiando unos de otros…

Al menos el hijo de una perra inmunda ya no va a fastidiar a nadie más.

Venga, otra vez con la cantinela. Yo no os entiendo, habláis todos en singular como si no hubiera otros. ¿Sabes qué? No me extraña que pasen estas cosas, ¡qué asco de mente pueblerina!

Ya, no es mucho consuelo, mira a la madre si no.

Pues no.

Tan jovencita… con ese culo respingón que tenía… se daba vuelta medio pueblo cuando iba. Igual, todo sea dicho, bonita era un rato, no seré yo quien lo niegue, pero tenía los brazos como los de mi sobrino Luis, el herrero, y además…

¡Joder, por favor! ¡Déjalo ya, hombre!…

Vale, vale…

—…

Estamos todos muy nerviosos…  y, claro… no es para menos…

—…

Un hecho terrible… luctuoso…

—…

¿Se dice ”luctuoso” o “luctoso”? “Hecho luctOso”. “Hecho luctUOso”. Pues yo diría que lleva “u”…

—…

¿Silvia se llamaba?

Sí.

Fíjate cómo son las cosas, ahora me vengo a enterar. Silvia. Para mí era Caperucita Roja, de toda la vida. Por cierto, ¿la abuela?

En el cuarto de al lado.

EL MAESTRO

Que algo profundo, que verdad. Herencia, vínculo, tierra, decía; decía el maestro lo que no se explica y que no se explica; que sí la ciudad, los libros, las horas, pero. Decía yo y lo que yo no, o improbablemente.

Elvin Jones descerrajaba eso que decía, atronador, que no era tormenta pero parecía, ni furia pero parecía, algo que «música» no precisa. No decían los brazos acabados en baquetas acabados en parches acabados en tambores acabados en eso que decía, sino todo Jones, y lo escuchábamos completamente el maestro y yo. Atronaba en los altavoces y perturbaba en nosotros, sentados e inclinados hacia adelante, los ojos cerrados. Escuchábamos el rictus, los dientes, las fibras tensas de Jones, el sudor. «África ruge»: dos palabras me decía al final el maestro, y silencio. Yo entendía.

IGUAL

Un año, hoy. Catalina pinta un cielo verde en clase y María llega tarde al trabajo otra vez. Le costó, pero se le dan bien los contratos a Alberto; ha tenido que levantar un poco la silla. El autobús pasa a la misma hora, para y suben los conocidos de siempre otra mañana; la chica de los cascos escucha el nuevo número uno. Según los titulares el mundo se desmorona, pero no. Igual: así es el mundo sin mí.

8766

Casi siento el tiempo deslizarse entre mis dedos. La corona gira y el metal se entibia entre pulgar e índice. Casi siento el tiempo. Como distancia, un tren sobre los rieles. Y cuento.

Ocho mil setecientas sesenta y seis.

III

No puede ser Rafael es que es imposible hasta ahí todo normal, todo… un mecanismo manual normal con parada de segundero, limpieza, aceitado y a montar, relojes soviéticos Rafael, simples, duros… qué le voy a explicar a usted… duros, fiables… pero… no es posible… eso después es que yo se lo juro…

Rafael Infante, Maestro relojero y de tantas cosas. Cruza entre padre y amigo desde que decidí compartir una soledad que no deseaba con coronas, agujas, tijas, puentes y, sobre todo, con el Maestro Infante. Así fue desde el día en que ayudé a Inés a colocar la maleta en el taxi, la besé en los labios y me despedí de ella. «Cuando pueda y quiera se pasa a tomar un café», me sugirió él la tarde siguiente estrechándome la mano, el aire grave.

Aún no amanecía cuando lo vi aparecer por la esquina y acudir a mí, impacientemente apostado en el portal de su taller, todo pavor, confusión y una tozuda incredulidad. Aún sudaba frío y las palabras se me apilaban en la boca… «…eso después es que yo se lo juro…».Él apenas hizo un gesto, mezcla de moderada sorpresa e incomodidad. Abrió la puerta.

Pasa —me dijo expeditivo y con gesto sombrío.

I

Ni una inscripción. Un reloj vintage corriente y bonito en su sencillez: esfera limpia de doce horas en números romanos, índices de minutos, tres agujas, fondo de acero y ese inequívoco aspecto de ruso. Caza menor de mercadillo como decimos los coleccionistas. Eso creí entonces.

Como un buen pescador, había salido pronto hacia el Rastro tras un café negro y rápido, había regresado a casa, y aunque tocaba una comida algo tardía, sólo pensaba en ver su corazoncito latir nuevamente. La tapa descubrió una máquina desconocida pero no extraña y, en cirílico, las siglas de Primera Fábrica de Relojes de Moscú grabadas en el calibre: ni ordinario ni raro, un prototipo, supuse; o un empleado robapartes que se montó un reloj en casa, ya se ha visto. Luego fue rutina: yo extraviado en las horas de la tarde, otro domingo sumergido en el despiece…

Una luz ya lánguida y delicadamente rosácea entraba por la ventana cuando acabé de montarlo. Despejé la mesa de herramientas y frascos, extendí un paño negro y coloqué el reloj sobre él, bien centrado; encendí otra lámpara y dejando todo dispuesto me levanté. Siempre hago una pausa antes del momento de comprobar el resultado de la labor, de la prueba final. Luego regreso y dejo que el ambiente se impregne de cierta solemnidad: respiro apenas, oigo nada, fijo la atención, inmóvil; después los remonto ceremoniosamente, dejo que el segundero comience a empujar el tiempo y el tiempo a empujarme a mí y mi alrededor, a devolverle al aire sonidos y movimiento. Es que hay algo de nacimiento cuando esos pequeños objetos desahuciados vuelven a ser, cuando el muelle se tensa, y al destensarse infunde vida a decenas de pequeñas partes que vibran y se empujan unas a otras casi imperceptiblemente.

Fui a la cocina. Coloqué agua en un jarro, dos huevos en el agua y el jarro en el fuego: preparativos para una cena frugal durante la que observaría, oiría, tocaría luego del ritual, si saliera bien. Y saldría, estrictamente hablando.

IIII

«Gracias» dije, inaudible, y pasé. Él me siguió y cerró la puerta con llave. El Maestro Infante hizo espacio en su mesa de trabajo, dispuso las tazas para café, ya más despierto de lo que hubiera deseado. Yo, a duras penas sentado, ahora pasaba el reloj de mano a mano, ahora lo apretaba entre ambas, ambas histéricamente inquietas; él hablaba, de tanto en tanto lo miraba de soslayo; no quiso tocarlo. En el ’93 —hacía y me iba contando, taza tras taza— un expatriado japonés le había traído uno exactamente igual. Igual que yo: espantado. No supo más de japonés ni de reloj. Hasta ahora. Resumiendo, que es así, explicó, no sabe cómo pero es así.

Tú sabrás —me despidió.

No dije nada más. Sólo lo abracé intenso en el portal, di un paso atrás, deslicé una mano por su nuca y lo miré a los ojos por un largo momento. Otoño y despunta el alba.

II

La casa, la noche incipiente, el domingo, en silencio cuando recorrí el pasillo a la inversa, de la cocina a la silla. Sólo el siseo del gas quemándose en la cocina, el agua quieta en el jarro tibio esperando el hervor. Volví a arremangarme la camisa prolijamente. Lo recogí de la mesa, lo llevé a descansar de espaldas sobre tres dedos de mi mano izquierda, pulgar e índice derechos apresaron corona amorosamente dispuestos para reanimarlo. El domingo detenido. Fijos en el segundero, los ojos pasaron descuidadamente sobre las otras agujas estacionadas, azarosamente tras el montaje, una a las tres, la otra a las cinco.

Cinco y cuarto. Había despertado pero se había sentido más bien como un parpadeo. Me revolví entre sábanas y mantas, me erguí confuso; leí 05:15 AM en leds verdes sobre la mesa de noche y salté de la cama. Comencé a sudar aunque sólo llevaba calzoncillos. En la cocina, el jarro, el plato y un vaso en la pica, cáscaras de huevo en la basura y el reloj sobre la mesa: cinco y cuarto (apenas pasadas). «¿¡…!?», como en un sueño, sentí la garganta soldada a la altura de la nuez, justo donde mi grito se amontonó, sordo, a la vez que mentalmente intentaba hilar secuencia y continuidad; la noción tomó cuerpo en un instante y se volvió toda yo, paralizado, estupefacto; mis rodillas desnudas flaquearon como si la enorme duda y la inaceptable certeza me pesaran en los hombros, aplastándome: «Ahora es mañana».

V

Rafael de pie en el portal; me he vuelto y le he dicho adiós con la mano antes de dar vuelta a la esquina. He regresado a casa. Ya sereno, he escrito una nota. He escogido el lugar y la he guardado. He preparado café; me siento y coloco una taza en un extremo del paño sobre el que nuevamente yace el reloj; lápiz y papel a la derecha. Doy un sorbo, quema.

Trescientos sesenta y cinco por dos por nueve son seis mil quinientos setenta.

Trescientos sesenta y seis por dos por tres son dos mil ciento noventa y seis.

Ocho mil setecientas sesenta y seis vueltas, mínimo.

Los relojes soviéticos son duros y fiables.

Inés no tomará ese taxi no subirá a ese avión que se estrellará contra el Monte Oix el martes 19 de febrero de 1985 a las 08:27:04.

Rafael Infante será un buen vecino, acaso me cambie alguna pila, alguna vez.

Nunca sostendré este reloj en la zurda mientras cuento las vueltas que mi pulgar y mi índice derechos, nerviosos, transmiten a sus ruedas.

Hoy es un día dentro de doce años. Casi siento el tiempo deslizarse entre mis dedos.

Este relato fue incluido en la antología Cuentos diVersos (2011, Ed. Hijos del Hule) del Aula de Escritores.

PREVISIBLE FINAL

Y así es cómo acaba: es tan suave el viaje de la yema de su índice hacia posarse en los labios de Clara. Es un gesto de una ternura de la que no lo creíamos capaz, él en cuclillas frente al sillón donde está Clara, un dedo rozando los labios de ella. Silencio, despedida. Desandando luego los ocho pasos hacia la salida, se ha puesto la gabardina, se ha detenido un momento frente al espejo junto a la puerta, la mano izquierda descansando en el pomo, los ojos incrédulos, compasivos, afónicos de Clara en el sillón fijos en su espalda; el aire dice resignación y final. Abre la puerta, la traspasa y cierra con conciencia de última vez.

Ni Carlos ni yo hemos sabido más de él desde entonces, pero en algo estamos de acuerdo los dos, y es infrecuente: volverá. Es tan previsible como el discurrir de la historia de Clara y él hacia un desenlace que sabíamos llegaría, cuestión de tiempo. Jamás me atreví a insinuarle que era tan evidente que ella siempre insistiría, como que aquello desembocaría en una puerta cerrándose. Si Carlos se lo hubiese advertido, yo no habría tardado en leerlo en su cólera o su hermetismo. Volverá, estamos seguros Carlos y yo, se presentará ante nosotros un día cualquiera con esa actitud tan propia de él, como si nada hubiese ocurrido. Cuestión de tiempo.

 —Por favor, inténtalo otra vez… —Palabras y gestos eran Clara inequívocamente: delicadeza, obstinación e intensidad. Contenida en ruegos casi exhalados, y apasionada en deseos de él, de ellos, de un futuro compartido. Todo lo que miente, y para él es todo, se acaba en ella: Clara que acerca, mece, define, ilumina; brújula.

—… puedes, hazlo por mí… —Y él seguía callando. Carlos y yo conocemos esa rueda de ruido y silencios en la que él transcurre, pero para ella el rictus, la actitud adusta, la mirada férrea y esquiva, nunca fueron sino una huida admitida con desconsuelo mudo. Huida antes de la huida.

—… yo no voy a dejarte… —Estaban convencidas, ella y su sonrisa, pero no era verdad. O lo era a medias: simplemente él no resistiría tanto como para ver llegar ese día. Navegaban en círculos. Transitaban desde la sonrisa de Clara, el póker de marfiles ante el que él claudicaba para vivirse, habitarse, arrasarse mutuamente hasta dolerse (y dolor y ausencia es decir lo mismo cuando se trata de él), hacia el llanto de sirena que él bebía para saciar su sed de certeza, una Clara-piso-franco que lo llamaba para depositarlos, de nuevo, en la sonrisa invicta de ella. Iban hamacándose entre la abrasadora forma de ser dos cuando se tenían, y el inexorable cambio de mareas en el que acabarían zarandeados hasta que implorarían, ella y su llanto, que regresara, que se quedara, que lo intentara una vez más. Siempre ella una vez más hasta que, lo sabíamos nosotros, él se rindiera.

—…yo estaré contigo. —acabaría. Nunca nos culpó (Clara la que acepta, la que parece comprendernos a todos) pero la frase hablaba de nosotros, sobre todo de un Carlos por quien sentía una aversión visceral. Quería decir que ella sí, quería decir que su forma de estar, quería decir que nosotros jamás estaríamos así, como ella. Y damos fe de que si él intentó una vez tender puentes con todo aquello a lo que teme, encarando desnudo la intemperie helada hacia el confín de sus propios pavores, fue por Clara. Lo hubiera dejado todo atrás, nos hubiera olvidado, sólo por ella, por los deseos de ella, o sus deseos de ella, por el fin de las mareas que, les pareció, a punto estuvo de llegar.

Lo conocemos. Sabíamos que llegaría el día. Yo lo negaba, pero Carlos decía que ocurriría así, que no podía ser de otra manera. Que una mano tomaría la de Clara, que los ojos de él le dirían cuánto le importa, que en nadie más confía, y que no puede ser, no va a ser, que no puede, que la otra mano se deslizaría por debajo del mentón de Clara y la hoja cortaría de izquierda a derecha, firme, profundo y pausada; Clara atónita y siempre compasiva en el sillón, estremeciéndose, atragantándose, apagándose en una mirada que previsiblemente se detendría clavada en él hasta que la puerta se interpusiera entre los dos. Pero no imaginamos el gesto, el viaje sombrío e infinitamente tierno de la yema de su índice hacia posarse en los labios descoloridos de Clara. Y sabemos que él volverá. Volverá como si nada hubiese pasado; volveremos, volveremos a ser tres como si nada hubiese pasado y lo dejaremos estar. Ya aprendimos una vez, bajo una intemperie insoportable y fría, aquel vendaval atroz de palabras, recuerdos y pastillas, que él es Carlos, que Carlos es Carlos y yo también, y sin embargo, digan lo que digan, aunque todos crean que somos uno, somos tan distintos.