Casi siento el tiempo deslizarse entre mis dedos. La corona gira y el metal se entibia entre pulgar e índice. Casi siento el tiempo. Como distancia, un tren sobre los rieles. Y cuento.
Ocho mil setecientas sesenta y seis.
III
—No puede ser Rafael es que es imposible hasta ahí todo normal, todo… un mecanismo manual normal con parada de segundero, limpieza, aceitado y a montar, relojes soviéticos Rafael, simples, duros… qué le voy a explicar a usted… duros, fiables… pero… no es posible… eso después es que yo se lo juro…
Rafael Infante, Maestro relojero y de tantas cosas. Cruza entre padre y amigo desde que decidí compartir una soledad que no deseaba con coronas, agujas, tijas, puentes y, sobre todo, con el Maestro Infante. Así fue desde el día en que ayudé a Inés a colocar la maleta en el taxi, la besé en los labios y me despedí de ella. «Cuando pueda y quiera se pasa a tomar un café», me sugirió él la tarde siguiente estrechándome la mano, el aire grave.
Aún no amanecía cuando lo vi aparecer por la esquina y acudir a mí, impacientemente apostado en el portal de su taller, todo pavor, confusión y una tozuda incredulidad. Aún sudaba frío y las palabras se me apilaban en la boca… «…eso después es que yo se lo juro…».Él apenas hizo un gesto, mezcla de moderada sorpresa e incomodidad. Abrió la puerta.
—Pasa —me dijo expeditivo y con gesto sombrío.
I
Ni una inscripción. Un reloj vintage corriente y bonito en su sencillez: esfera limpia de doce horas en números romanos, índices de minutos, tres agujas, fondo de acero y ese inequívoco aspecto de ruso. Caza menor de mercadillo como decimos los coleccionistas. Eso creí entonces.
Como un buen pescador, había salido pronto hacia el Rastro tras un café negro y rápido, había regresado a casa, y aunque tocaba una comida algo tardía, sólo pensaba en ver su corazoncito latir nuevamente. La tapa descubrió una máquina desconocida pero no extraña y, en cirílico, las siglas de Primera Fábrica de Relojes de Moscú grabadas en el calibre: ni ordinario ni raro, un prototipo, supuse; o un empleado robapartes que se montó un reloj en casa, ya se ha visto. Luego fue rutina: yo extraviado en las horas de la tarde, otro domingo sumergido en el despiece…
Una luz ya lánguida y delicadamente rosácea entraba por la ventana cuando acabé de montarlo. Despejé la mesa de herramientas y frascos, extendí un paño negro y coloqué el reloj sobre él, bien centrado; encendí otra lámpara y dejando todo dispuesto me levanté. Siempre hago una pausa antes del momento de comprobar el resultado de la labor, de la prueba final. Luego regreso y dejo que el ambiente se impregne de cierta solemnidad: respiro apenas, oigo nada, fijo la atención, inmóvil; después los remonto ceremoniosamente, dejo que el segundero comience a empujar el tiempo y el tiempo a empujarme a mí y mi alrededor, a devolverle al aire sonidos y movimiento. Es que hay algo de nacimiento cuando esos pequeños objetos desahuciados vuelven a ser, cuando el muelle se tensa, y al destensarse infunde vida a decenas de pequeñas partes que vibran y se empujan unas a otras casi imperceptiblemente.
Fui a la cocina. Coloqué agua en un jarro, dos huevos en el agua y el jarro en el fuego: preparativos para una cena frugal durante la que observaría, oiría, tocaría luego del ritual, si saliera bien. Y saldría, estrictamente hablando.
IIII
«Gracias» dije, inaudible, y pasé. Él me siguió y cerró la puerta con llave. El Maestro Infante hizo espacio en su mesa de trabajo, dispuso las tazas para café, ya más despierto de lo que hubiera deseado. Yo, a duras penas sentado, ahora pasaba el reloj de mano a mano, ahora lo apretaba entre ambas, ambas histéricamente inquietas; él hablaba, de tanto en tanto lo miraba de soslayo; no quiso tocarlo. En el ’93 —hacía y me iba contando, taza tras taza— un expatriado japonés le había traído uno exactamente igual. Igual que yo: espantado. No supo más de japonés ni de reloj. Hasta ahora. Resumiendo, que es así, explicó, no sabe cómo pero es así.
—Tú sabrás —me despidió.
No dije nada más. Sólo lo abracé intenso en el portal, di un paso atrás, deslicé una mano por su nuca y lo miré a los ojos por un largo momento. Otoño y despunta el alba.
II
La casa, la noche incipiente, el domingo, en silencio cuando recorrí el pasillo a la inversa, de la cocina a la silla. Sólo el siseo del gas quemándose en la cocina, el agua quieta en el jarro tibio esperando el hervor. Volví a arremangarme la camisa prolijamente. Lo recogí de la mesa, lo llevé a descansar de espaldas sobre tres dedos de mi mano izquierda, pulgar e índice derechos apresaron corona amorosamente dispuestos para reanimarlo. El domingo detenido. Fijos en el segundero, los ojos pasaron descuidadamente sobre las otras agujas estacionadas, azarosamente tras el montaje, una a las tres, la otra a las cinco.
Cinco y cuarto. Había despertado pero se había sentido más bien como un parpadeo. Me revolví entre sábanas y mantas, me erguí confuso; leí 05:15 AM en leds verdes sobre la mesa de noche y salté de la cama. Comencé a sudar aunque sólo llevaba calzoncillos. En la cocina, el jarro, el plato y un vaso en la pica, cáscaras de huevo en la basura y el reloj sobre la mesa: cinco y cuarto (apenas pasadas). «¿¡…!?», como en un sueño, sentí la garganta soldada a la altura de la nuez, justo donde mi grito se amontonó, sordo, a la vez que mentalmente intentaba hilar secuencia y continuidad; la noción tomó cuerpo en un instante y se volvió toda yo, paralizado, estupefacto; mis rodillas desnudas flaquearon como si la enorme duda y la inaceptable certeza me pesaran en los hombros, aplastándome: «Ahora es mañana».
V
Rafael de pie en el portal; me he vuelto y le he dicho adiós con la mano antes de dar vuelta a la esquina. He regresado a casa. Ya sereno, he escrito una nota. He escogido el lugar y la he guardado. He preparado café; me siento y coloco una taza en un extremo del paño sobre el que nuevamente yace el reloj; lápiz y papel a la derecha. Doy un sorbo, quema.
Trescientos sesenta y cinco por dos por nueve son seis mil quinientos setenta.
Trescientos sesenta y seis por dos por tres son dos mil ciento noventa y seis.
Ocho mil setecientas sesenta y seis vueltas, mínimo.
Los relojes soviéticos son duros y fiables.
Inés no tomará ese taxi no subirá a ese avión que se estrellará contra el Monte Oix el martes 19 de febrero de 1985 a las 08:27:04.
Rafael Infante será un buen vecino, acaso me cambie alguna pila, alguna vez.
Nunca sostendré este reloj en la zurda mientras cuento las vueltas que mi pulgar y mi índice derechos, nerviosos, transmiten a sus ruedas.
Hoy es un día dentro de doce años. Casi siento el tiempo deslizarse entre mis dedos.
Este relato fue incluido en la antología Cuentos diVersos (2011, Ed. Hijos del Hule) del Aula de Escritores.